Érase una vez hace mucho tiempo un país muy lejano. En él convivían, más o menos en armonía, personas muy diferentes con oficios diversos.
El más poderoso era el emperador. Su palabra se escuchaba con sumo cuidado y era la ley. Todos le respetaban, le prestaban atención y obedecían sus indicaciones y órdenes sin cuestionarlas. Los nobles también tenían un papel relevante, eran poseedores de grandes extensiones de tierras y tenían a su servicio a muchas personas, por lo que éstas acataban sus órdenes (con mayor o menor gusto) y atendían sus palabras.
El resto de la comunidad estaba compuesto por más hombres y mujeres de diferentes edades. Cada uno tenía su oficio y se agrupaban en gremios como los constructores, granjeros, carniceros, herreros, conductores de carros, cazadores, leñadores, tenderos, filósofos, pescadores, ilustrados, maestros, guerreros, trovadores, juglares, carpinteros, picapedreros, alguaciles y muchos más.
Es cierto que también había pillos, bandoleros, ladrones y personas que no hacían nada de provecho, pero todos sabían que formaban parte de la sociedad y cuál era su misión y su posición en ella, lo que no impedía que de vez en cuando alguna persona se convirtiese en un miembro destacado de la comunidad al enriquecerse con su trabajo, rescatar a una princesa o matar a un dragón, por ejemplo.
Un buen día llegó al pueblo Jac…into Jacinto, un mercader/mago venido de lejos y abrió un establecimiento en la capital del país.
El recibimiento inicial fue bastante frío y muy pocos se interesaron en lo que vendía: un conjunto compuesto por unos guantes azules para las manos y unas orejeras (del mismo color) hechos de una tela suave y caliente que Jacinto llamaba tuit (no confundir con tweed) y, según afirmaba, tenía poderes mágicos: si la persona se ponía las orejeras y, a la vez, los guantes en las manos y las juntaba como si estuviese orando, todo lo que decía sonaba , a oídos de los demás, como si estuviese silbando y solo aquellos con un equipo similar, podían entender lo que emitía.
Algunos habitantes, pocos y solo por probar, decidieron adquirir las orejeras y los guantes. Era práctico para comunicarse ya que uno se podía enterar fácilmente, a pesar de la distancia, de lo que otros decían y, de esta manera, uno estaba siempre informado de los temas de interés.
La magia permitía además determinar a cada persona a quiénes quería escuchar, para, de esta manera, no perderse nada de lo que decían. Era como tener a un juglar en la puerta de casa cada día narrando las últimas noticias de muchos temas.
Poco a poco, el invento mágico de Jacinto comenzó a ser más y más popular. Muchos ciudadanos empezaron a ver sus ventajas y cada vez era más normal verlos por la calle con las manos juntas llevando las orejeras y los guantes.
Los trovadores y juglares fueron, con más o menos recelo, incorporando esta herramienta a su día a día. Pensaban que les iba a quitar parte del trabajo porque ya no iban a necesitar desplazarse para cantar las gestas o narrar las últimas hazañas de los héroes, pero al ver que unos ya la utilizaban, a los demás no les quedó más remedio que adaptarse también para no quedarse atrás. Pronto cada uno tenía miles y miles de oyentes. Incluso recomendaban a los demás que se uniesen a ellos con las prendas hechas de tuit.
Otros artesanos empezaron a usar también este sistema para informar de sus productos o servicios, lo que contribuyó a destacar sobre los demás y a incrementar sus ventas lentamente y, lógicamente, solo entre aquellos habitantes que también se ponían los guantes y las orejeras mágicas, que, a su vez, cada vez estaban más de moda y se vendían más y más.
Unos años después, una parte importante de la población declaraba tener los guantes y las orejeras como prenda de vestir todos los días y reconocían que servía para aprender, para estar informado, así como para difundir la actividad propia y sus negocios con gran acierto.
Las personas que se habían comprado los guantes y las orejeras al principio destacaban sobre los demás, ya que habían sido los pioneros, y tenían cientos de miles de oyentes. Sus palabras y opiniones eran escuchabas con sumo cuidado y eran casi la ley.
Todos les respetaban, les prestaban atención y obedecían sus indicaciones sin cuestionarlas en caso de que mandasen algo. Habían aumentado muchísimo su poder, y aunque no eran nobles, tenían un poder similar y así se hacían tratar, haciendo que los juglares narraran sus gestas.
Al final hasta la nobleza y el propio emperador, incluyendo los maestros religiosos, terminaron con sus guantes y orejeras oficiales. Era el “boom” del invento de Jacinto. Andar por la calle era como entrar en una pajarería repleta de aves cantoras: silbidos por todas partes.
Cada vez había más personas usando esta magia con más y más oyentes. Jacinto, además de sacar modelos en otros colores y formatos (mitones, para guerreros, etc.), tuvo que inventar los fieltros en las orejeras para poder escuchar selectivamente a unos pocos si así lo quería la persona. Todo estaba masificado.
Los primeros en usar este sistema y otros muchos que habían conseguido millones de oyentes (algunos con técnicas más o menos legítimas), tenían ya tanto poder que el propio emperador temía que le arrebatasen el título en cualquier momento, pero no se atrevía a prohibir su venta por miedo a una revolución.
Muchos artesanos supieron beneficiarse del guante y de las orejeras para mejorar su vida personal y profesional, pero otros también, en un ansia sin medida de popularidad empezaron a organizar desfiles y festejos como si fuesen emperadores.
Llegó un día en el que todos los habitantes se comunicaban exclusivamente usando los guantes y las orejeras. Ya nadie hablaba directamente con nadie. Todo se hacía por silbidos.
Todos se habían convertido en la persona más importante del pueblo por tener tantos oyentes, independientemente del oficio que tenían.
Un día vino una delegación de un país aliado con el que no tenían contacto desde hacía años. Se organizaron varios desfiles (muchos de ellos simultáneos por parte de los personajes más importantes del país, entre ellos el emperador) para agasajar a los visitantes que estaban francamente sorprendidos pero, por respeto y educación no comentaban nada (ni entendían lo que se decía, ya que no tenían guantes y orejeras).
En medio de un desfile en el que solo se escuchaban silbidos, sonó muy fuerte un trueno en el cielo. Resonó tanto que todos los asistentes, tanto los lugareños como los visitantes, callaron y se detuvieron a escuchar, quitándose las orejeras los que las llevaban puestas. El silencio invadió la plaza hasta que se oyó la voz de un niño pequeño de la comitiva visitante que preguntaba al que parecía su padre: ¿Por qué los artesanos con orejeras creen que son emperadores?¿saben estos señores que si tienes las orejas tapadas y te miras solo las manos y no al mundo, estás fuera de él?
Nota: esta historia es ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Jejejje ,lo tendría que haber leído dunas horas mas después de levantarme :D pero es muy bueno ,das en el clavo – @goloviarte –
Muchas gracias, Goloviarte. Siempre puedes releerlo más adelante ya que aquí se quedará.
Gracias por la visita y el comentario.
Una fábula muy, pero que muy, acertada.
Muchad graciad, Raúl :-)
Muy bueno, si señor, una aproximación a la realidad
Muchas gracias, Idran.
Genial! Hasta les he puesto nombre a algunos de esos pseudo-emperadores ;))) Y me han venido a la cabeza algo que escribió un profesor mío de la RESAD, Ignagio García May en «Alesio, una comedia de tiempos pasados»:
«Si encontráis en vuestra ruta alegre y dicharachero un charlatán caminante no busquéis con él disputa, ni os fiéis un sólo pelo, puede ser un comediante.»
Muy bueno, Javier
Muchas gracias por la visita y el comentario.
Saludos.